Época: cultura XVIII
Inicio: Año 1660
Fin: Año 1789

Antecedente:
Religión y religiosidad

(C) Antonio Blanco Freijeiro



Comentario

Ya a fines del siglo XVII los avances en el terreno del pensamiento y de la ciencia pusieron en duda la cosmología y la historia cristiana. El descubrimiento de otros pueblos, especialmente chinos y egipcios, remontaban la antigüedad de la Tierra y del hombre más allá de los 4.000 años que daban la Sagradas Escrituras. Ello fue el punto de arranque de un debate entre cronologistas viejos, mantenedores de la temporalidad conocida, y nuevos, que intentan buscar una solución al problema planteado. John Marsham, en 1672, afirmará que las treinta dinastías reinantes en el Antiguo Egipto lo hicieron de forma paralela. Para el padre Pezron, quince años después, lo que hay que hacer es elegir en lugar de la versión hebrea de los Evangelios la de los Setenta que retrotraía el origen de la Tierra 1.000 años: Ahora bien, estas sugerencias, al igual que otras, no servían para contestar adecuadamente a las críticas recibidas y, por parte de la autoridad eclesiástica, fueron consideradas siempre temerarias e incluso condenadas. Las nuevas mentes habían invalidado la Historia, la Providencia y la autoridad.
Durante el siglo XVIII la fe y las Iglesias, sobre todo la católica, estuvieron en el punto de mira de los ilustrados y se convirtieron en objeto preferido de su criticismo. La expresión volteriana de écrasez l´infâme resume y simboliza tal actitud, que no es, en el fondo, sino un fruto de las circunstancias externas y personales de sus protagonistas. Conscientes de la llegada de una nueva era, lo que estos hombres querían era ser los únicos portavoces de ella; cabría decir que constituyeron un nuevo sacerdocio dispuesto a desterrar de sus posiciones al clero.

A la Iglesia se la considera un fraude organizado por los propios eclesiásticos en su exclusivo beneficio. Los ataques que se le dirigen tiene una doble vertiente: institucional y doctrinal. Como institución las acusaciones son múltiples, empezando por la de corrupción interna especialmente referida a Roma y al Papa, quien recibe los más duros calificativos de Voltaire y Hume llega a llamarle mago. Se denuncia su poder sobre la mente de los pueblos, valiéndose para ello de engañosas fábulas y de creencias paganas supersticiosas como la de los malos presagios de los cometas, aprovechándose de la ignorancia mayoritaria y conduciendo a la división de los ciudadanos, a las guerras. Desde el punto de vista económico, los daños que produce no pueden ser mayores: acumula riqueza, distrae mano de obra de la agricultura, la industria o el comercio, resta individuos para la procreación y no sólo la exención fiscal de sus miembros empobrece al Estado sino también el dinero que se canaliza hacia Roma. Por último, de su control del pensamiento a través de la educación y la censura de libros derivan enormes males pues le permite cerrar su evolución.

En cuanto a la doctrina, los contenidos teológicos del Cristianismo y la forma dogmática en que se expresan parecen en todo contrarios a la nueva diosa de los tiempos: la Razón. Dios, afirma Hume, no puede ser demostrado por la creación. Los milagros son un engaño, pues resultaría impensable que Dios deja de lado sus propias leyes. Las almas, ángeles y demonios no son más reales que los brujos. Las Sagradas Escrituras son sólo leyendas que se han transmitido a través de sucesivas versiones cada vez más resumidas, incluso se llega a considerar al Antiguo Testamento un repertorio de crímenes y obscenidades convenidas entre Dios y el pueblo elegido.

Sin embargo, y a pesar de todas estas críticas, la actitud de la Ilustración y de los ilustrados hacia la fe resulta muy compleja. El mismo Voltaire reconoció la curación de un jansenista que afirmaba se había producido de forma milagrosa en el cementerio de París. Para Locke, el hombre puede ser pensante y creyente a un tiempo, pues las verdades esenciales del Cristianismo son compatibles con la razón y la experiencia; es en el momento en que la fe tradicional contradice o frena el pensamiento racional cuando debe rechazarse.

En verdad, si recorremos la vida de las principales mentes de la época encontramos muy pocos ateos o descreídos. Muchos de ellos practicaron una piedad individual a veces más emocional que intelectual, como le sucede a Rousseau al final de sus días. Su respeto hacia las ceremonias públicas de las distintas Iglesias fue unánime de igual modo que lo fue su creencia en algún tipo de deidad cuya existencia ciencia y filosofía anunciaban. Hasta el escéptico Hume proclama, viendo el perfecto orden del universo, que no puede ser producto del mero azar. Consecuentes con esto, unos, sobre todo en las zonas protestantes, trataron de responder al reto de los tiempos redefiniendo el Cristianismo hasta hacer la fe compatible con las actitudes racionalistas y científicas. Otros, centraron sus esfuerzos en crear una nueva alternativa: el deísmo. Es más, algunas cosas de la religión y la Iglesia llegaron a ser elogiadas por los ilustrados y el clero conformó el mayor núcleo de compradores de la Enciclopedia.

El deísmo representa la formulación religiosa más extendida entre los autores ilustrados. Se podría definir como la creencia en un Dios racional sin dogmas ni obligaciones para quienes lo practiquen, al contrario de lo que sucede en los credos tradicionales. Enraizado en el Renacimiento, su primer y principal centro de formulación estará en Inglaterra, si bien Francia reelaborará de nuevo su núcleo doctrinal cuando reciba las ideas desde las islas. El camino lo inicia Locke (1632-1704) con su obra El Cristianismo racional, publicada en 1694, y culmina en Toland (1670-1722) cuyo Cristianismo sin misterio (1696) es un tratado de filosofía deísta, lleno de ideas de sus predecesores, que levantó gran escándalo e incluso fue condenado por el Parlamento irlandés.

El deísmo mantiene su antigua síntesis entre Dios, Razón y Naturaleza, pues todas las consideraciones llevaban al hombre insatisfecho a pensar que bajo la diversidad religiosa existía un cuerpo de creencias comunes puesto por aquella última en todos los individuos, a saber: la existencia de un Dios, que salva y castiga, y la obligación del hombre de adorarle, en palabras de lord Herbert of Cherbury (1583-1648), cuando define la religión natural.

Partiendo de una Naturaleza ordenada matemáticamente, el hombre puede llegar a través del razonamiento hasta su Arquitecto, al que se hace objeto de una creencia positiva aunque imprecisa. Este Dios se concibe como una fuerza benevolente, autora del universo newtoniano, pero que no interviene en él ni por la revelación ni por el milagro. La Naturaleza se vale por sí misma; es suficientemente sabia como para hacer siempre lo mejor evitando lo redundante y lo superfluo. Dios es también garantía de justicia y de moralidad, siendo ésta uno de los principales valores deístas. Su ejercicio es considerado la verdadera religión y el signo de obediencia a Dios por Tindal (1633-1733), teólogo británico que inspiró en parte el pensamiento de Voltaire y D´Holbach.

Ahora bien, el deísmo más que un movimiento unitario fue un término que acogió un amplio campo de connotaciones religiosas. Quizá por ello, uno de sus contemporáneos, Samuel Clarke (1675-1729), que dedicó su vida a la filosofía y a la teología, distinguía cuatro tipos de deístas: quienes admiten un Dios creador pero sin gobierno providencialista; quienes creen en Dios y su Providencia, pero le niegan atribuciones morales; quienes aceptan a Dios, la Providencia y una moral obligatoria pero no la existencia de un alma humana inmortal, y quienes confiando en un Dios providencial en el presente, justiciero en el futuro, no admiten la revelación sobrenatural. De todos, son estos últimos los que consideran más cercanos al Cristianismo por tener "en todos aspectos ideas sanas y justas de Dios y de todos sus atributos..." y por adherirse a una ley, la natural, cuya existencia reconocen, asimismo, católicos y protestantes. Sin embargo, al precisar el concepto de Naturaleza las diferencias entre unos y otros no pueden por menos que aparecer. Como señala Paúl Hazard, los cristianos nunca aceptarían que ésta sustituyera poco a poco a Dios, fuera su intermediaria e, incluso, actuara en su lugar; que se convirtiera en el orden supremo al que hasta su Creador ha de sujetarse y en un instinto moral capaz de ser por sí solo toda la religión; en fin, si era una buena madre qué ocurriría con el pecado original, su secuela de corrupción y la revelación. El acuerdo era imposible.

Entre una religión natural y una religión de la Naturaleza la distancia no resultaba excesiva y el paso pareció fácil. Spinoza (1632-1677), en su Tractatus theologico-politicus (1670) y en su Ética (1677), hace ya de lo divino y de lo humano una sola categoría. Dios y la Naturaleza son lo mismo, de tal modo que todo existe en Dios y nada es concebible fuera de él; todo es Dios y Dios es todo. El hombre es un modo del Ser. Siguiendo por este sendero, desembocamos en el barón D`Holbach (1723-1789) y su materialismo panteísta. Este alemán, que pasó la mayor parte de su vida en París, expuso su doctrina filosófica en varias obras fechadas en Londres o Amsterdam, destacando el Sistema de la Naturaleza (1770). Según él, la Naturaleza material es la única realidad existente y lo es desde la eternidad, pues no ha necesitado crearse. Ella es la causa de todo y a ella es preciso adecuarse. El mismo hombre es parte de la Naturaleza, se encuentra sometido al determinismo universal y sus facultades mentales dependen de la organización de su cuerpo. En verdad, no se podía ir más allá en la sublimación de la madre Naturaleza ni en la visión mecanicista del universo. Este radicalismo le granjeó las criticas de los propios filósofos, incluido alguien tan poco religioso como lo fue Voltaire en los últimos veinte años de su vida.

Los ataques recibidos desde los espíritus racionalistas y científicos no pudieron por menos que provocar la respuesta del lado cristiano. Unas veces se hará utilizando la misma arma que sus enemigos: la razón; otras, apelando a potencias del hombre despreciadas por aquéllos -la sensibilidad- y procurando una intensificación de la vivencia religiosa. La primera vía supone el inicio de una corriente apologética que se desarrollará sobre todo en el siglo siguiente. De momento, su expresión es un movimiento de exégesis bíblica cuyos resultados se sitúan, a veces, en un terreno demasiado resbaladizo para el mantenimiento de la ortodoxia.

Si las Sagradas Escrituras habían sido desprestigiadas en su calidad de texto fundamental de la doctrina cristiana, cualquier intento de responder adecuadamente a las críticas tenía un pilar básico en la restauración de su valor. Participando del gusto de la época por el análisis y el examen, los protestantes inician el camino en los años finales del Seiscientos con el objetivo de liberar a los textos bíblicos de las interpretaciones posteriores que, según ellos, oscurecían la palabra de Dios. Los católicos reciben sus escritos con recelo y a las acusaciones de pasividad que les hacen contestan reprochándoles su audacia. Sin embargo, será en el seno del catolicismo donde aparezca uno de los exégetas más notables y polémicos: Richard Simon (1638-1712). Hijo de un herrero francés, estudia con los oratonianos en cuya orden ingresa. Siempre se declaró fiel al rigor de la doctrina y a la Iglesia, incluso después de ser expulsado de la orden e incluirse su obra en el Indice de libros prohibidos. En 1678 aparece el primero de sus libros: Historia crítica del Viejo Testamento. En ella reúne años de trabajo dedicados a aproximarse al verdadero texto bíblico, para lo cual aprendió hebreo, con el objetivo de establecer su grado de seguridad y autenticidad. Sólo le interesa el análisis filológico de lo escrito, para nada la teología, no es su materia; tampoco la filosofía ni el dogma, del que niega la validez si en algo contradice a algún pasaje. Aunque no fuera su intención, estas aseveraciones, unidas a las de que los textos sagrados muestran huellas de alteraciones, añadidos, cambios y que es difícil fijarles una cronología exacta, resultaban demasiado peligrosas y podían usarse tanto para clarificar las creencias religiosas, tal era su intención, como para atacarlas. Nada había que demostrase que los sucesivos autores y refundidores habían estado todos inspirados por Dios. Creerlo era una cuestión de fe.. De ahí que, pese a ser esta obra por su contenido un duro ataque a los protestantes, causara un gran escándalo entre los católicos para quienes la naturaleza divina de la Biblia impide que se la pueda tratar o analizar como texto humano.